“Lo barato me salió mejor que lo caro.”
“Esta marca genérica es más buena que la original.”
“Compré esto porque es más práctico, no porque no me alcanzaba.”
Frases como estas pueblan las conversaciones cotidianas, vestidas de convicción, pero muchas veces impulsadas por la necesidad emocional de no sentirnos menos. En sociedades marcadas por la desigualdad, donde el consumo funciona como marcador simbólico de éxito o fracaso, negar la precariedad se vuelve casi un acto reflejo. Pero ¿a qué costo? ¿Qué perdemos cuando no podemos decir con honestidad: “esto fue lo que pude comprar”?
El relato de lo posible disfrazado de elección
No se trata de mentir con malicia. Se trata de una narrativa aprendida para proteger el orgullo herido. Al no poder adquirir lo deseado, se resignifica lo accesible como si fuera la mejor opción. Se convierte una necesidad en preferencia, una carencia en virtud. Así, el relato no dice “esto fue lo que mi situación permitió”, sino “esto es lo que yo elegí porque es mejor”.
Este mecanismo psicológico no es nuevo. En términos freudianos, se lo podría asociar a una racionalización: una forma inconsciente de justificar decisiones dolorosas para reducir el conflicto interno. El problema es que cuando esta racionalización se convierte en discurso social compartido, deja de proteger y empieza a distorsionar.
“Lo que no podemos alcanzar, lo negamos; lo que aceptamos como límite, lo transformamos en camino.”
— DesdeLaSombra
Autoengaño colectivo: cuando la precariedad se oculta para no doler
La cultura de consumo ha convertido los bienes materiales en pruebas de valía. No se compra solo por necesidad, sino para pertenecer, validar, mostrar. En ese contexto, reconocer que algo fue comprado por ser barato —y no por convicción— suena a derrota. Pero esa es una trampa.
Negar nuestra posición económica no la mejora. Al contrario, la oculta y la cristaliza. Cuando decimos que lo barato es mejor sin evidencia, o que lo que compramos fue una “elección consciente” cuando no lo fue, bloqueamos la posibilidad de aspirar a algo distinto. Convertimos la carencia en consuelo, pero no en superación.
La presión de aparentar: miedo al juicio, necesidad de validación
Uno de los motores de esta narrativa es el juicio social. En un entorno donde todo se compara —ropa, electrodomésticos, celulares, muebles, incluso experiencias— admitir que uno no puede comprar algo genera incomodidad. No por el objeto en sí, sino por el miedo a lo que esa carencia dice sobre nosotros.
La respuesta automática es proteger la imagen: disfrazar el límite, embellecer la escasez. Así se construye una especie de estética de la negación, donde el discurso siempre tiene que sonar orgulloso, aunque por dentro duela.
“En la cultura de la apariencia, la verdad es lo primero que se esconde.”
— DesdeLaSombra
Honestidad financiera: el valor de decir “esto es lo que puedo pagar”
Reconocer un límite no es signo de debilidad. Es una muestra de realismo, madurez y perspectiva. Decir “esto es lo que puedo pagar ahora” abre espacio a la acción, al aprendizaje, al cambio. Permite diferenciar entre deseo, necesidad y posibilidad.
Una economía personal saludable no nace del autoengaño, sino del diagnóstico honesto. Y una autoestima sólida no se basa en aparentar tener, sino en saberse en camino, con los pies bien puestos en la realidad.
Contra el conformismo: consumo humilde, pero no resignado
Aceptar que algo es lo posible no implica resignarse para siempre. Implica entender que hay etapas. Que el crecimiento no parte de la negación, sino del reconocimiento. Que para mejorar, primero hay que ver con claridad dónde se está.
El problema de disfrazar la escasez con argumentos idealizados es que se anula el impulso de mejora. Si siempre afirmamos que lo barato es “mejor”, no veremos la necesidad de aspirar a otra calidad. Si todo es reinterpretado como virtud, se estanca la crítica.
Hacia una cultura del consumo honesto y crítico
Una propuesta más ética —y también más empática— sería construir una cultura de consumo donde:
- Se valore la decisión realista, no la justificación forzada.
- No se desprecie lo barato, pero tampoco se idealice sin razón.
- Se reconozca el contexto de cada compra, sin vergüenza.
- Se fomente el aprendizaje financiero, no la comparación simbólica.
- Se aprecie la dignidad de decir “esto fue lo posible, no lo ideal”, sin culpa ni soberbia.
Conclusión
No todo lo barato es malo, ni todo lo caro es bueno. Pero cuando disfrazamos nuestras decisiones por miedo a la mirada ajena, perdemos más que dinero: perdemos libertad. Decidir con honestidad es un acto de emancipación. Y construir una relación más saludable con el consumo implica abandonar la máscara del autoengaño.
“No se trata de aparentar tener, sino de aprender a elegir sin miedo.”
— DesdeLaSombra
Referencias
- Bauman, Z. (2007). Consuming Life. Polity Press.
- Illouz, E. (2007). Cold Intimacies: The Making of Emotional Capitalism. Polity Press.
- Freud, S. (1917). A General Introduction to Psychoanalysis. Boni and Liveright.