Es fácil señalar. Es cómodo culpar. Es natural pensar que el dolor siempre vino de fuera, que el error estuvo en el otro, que fuimos víctimas de las circunstancias. Y en muchos casos es cierto. Pero cuando esa narrativa se convierte en regla, en identidad, en costumbre, algo se quiebra en nuestra capacidad de crecer.

“El verdadero cambio comienza cuando se deja de buscar culpables y se empieza a asumir responsabilidad.”
— DesdeLaSombra

Vivir como víctima permanente puede ser un refugio emocional, pero también una cárcel moral. Nos impide revisar nuestras elecciones, nuestras omisiones, nuestras formas de vincularnos. Y nos condena a repetir el mismo guion sin evolución.


La seducción del rol de víctima

Ser víctima genera empatía. Despierta apoyo. Protege del juicio. Nos permite reclamar sin ofrecer, exigir sin revisar. Pero también nos quita poder. Porque al colocarnos siempre del lado del daño recibido, dejamos de ver las decisiones que tomamos para llegar allí.

Nietzsche (1886) advertía sobre el “resentimiento” como fuerza moral degenerada: una forma de invertir la responsabilidad proyectando hacia afuera todo malestar interno. En ese sentido, el victimismo constante no es inocencia emocional, sino una forma sutil de agresión encubierta.


No todo lo que duele viene de afuera

Hay dolores que no fueron infligidos por otros, sino causados por nuestras propias decisiones. Y aunque reconocer eso duela, es también la puerta de salida del círculo vicioso del reproche.

Culpamos a quien nos dejó, pero fuimos quienes sostuvimos lo insostenible. Culpamos al entorno, pero fuimos quienes nos callamos. Culpamos a la traición, pero fuimos quienes ignoramos las señales.

“Asumir nuestros errores no nos hace culpables. Nos hace libres.”
— DesdeLaSombra

Aceptar que no siempre fuimos las víctimas permite algo esencial: recuperar la dignidad de elegir distinto.


El precio del autoengaño

Creerse víctima todo el tiempo impide la autocrítica. Y sin autocrítica, no hay evolución. El filósofo Jean-Paul Sartre (1943) afirmaba que somos libres, pero esa libertad conlleva una condena: somos responsables de lo que hacemos con lo que nos hicieron.

Es decir, no elegimos todo lo que nos pasa, pero sí cómo respondemos. Y si en cada conflicto, cada ruptura, cada frustración, el único error fue ajeno, nos convertimos en espectadores perpetuos de nuestra vida.


Reconocer sin autoflagelarse

Aceptar los propios errores no implica culparse sin medida. No es negarse compasión ni flagelarse emocionalmente. Es, más bien, habitar una honestidad madura, donde se puede decir: “me equivoqué”, “no supe verlo”, “contribuí a lo que ocurrió”.

La psicóloga Brené Brown (2012) ha demostrado que la vulnerabilidad bien asumida fortalece, no debilita. Reconocer lo propio sin vergüenza ni rabia nos vuelve más humanos, más empáticos, y más capaces de sostener vínculos sanos.


Pasos hacia la responsabilidad emocional

  • Preguntarse qué parte de la situación fue construida por uno mismo.
  • Identificar patrones repetidos en los que se participa activamente.
  • Diferenciar entre ser víctima de un hecho y adoptar el rol de víctima como identidad.
  • Aprender a pedir perdón sin autojustificación.
  • Elegir narrativas que habiliten el cambio, no el estancamiento.

Conclusión

Vivir desde la herida no es vivir. Es estancarse. El rol de víctima puede protegernos un tiempo, pero si se vuelve permanente, nos impide ver el poder que aún tenemos para transformar nuestra vida.

“No siempre somos responsables de lo que nos pasa. Pero siempre lo somos de lo que hacemos con eso.”
— Viktor Frankl

Dejar de ser víctimas no es negar el daño. Es dejar de reducirnos a él. Es el primer paso para salir del dolor como identidad y entrar en la libertad como posibilidad.


Referencias

  • Nietzsche, F. (1886). Más allá del bien y del mal. Alianza Editorial.
  • Sartre, J.-P. (1943). El ser y la nada. Gallimard.
  • Brown, B. (2012). Daring Greatly. Gotham Books.
  • Frankl, V. E. (1946). El hombre en busca de sentido. Herder.