A lo largo de la historia humana, el extranjero ha sido figura de misterio, de amenaza o de posibilidad. Ha despertado recelo, fascinación, rechazo o integración. Representa aquello que no somos, pero que inevitablemente nos pone en relación con lo que creemos ser.
La actitud política de evitar al extranjero —o de excluirlo— no es nueva. Tiene raíces profundas en los temores colectivos, en las luchas por recursos, en la necesidad de pertenencia. Sin embargo, en el mundo actual, donde las distancias se acortan y la globalización es una realidad irreversible, la mirada hacia quien viene de fuera necesita ser repensada.
La utilidad del aislamiento en la antigüedad
En la antigüedad, los pueblos aislados no solo sobrevivían mejor frente a invasores o enfermedades, sino que también consolidaban su cultura y su identidad. Protegerse del forastero era, en muchos casos, una estrategia legítima de preservación. La hospitalidad era virtud, pero siempre con límites.
Cada civilización tenía sus propios códigos sobre a quién recibir, cómo y cuándo. El extranjero, si se integraba, debía someterse a leyes locales. Esta práctica no era necesariamente xenófoba, sino una forma de supervivencia sociopolítica.
El extranjero en el presente
Hoy, los discursos nacionalistas que apelan al cierre de fronteras y al rechazo de los migrantes no pueden sostenerse con los mismos argumentos de antaño. Los contextos han cambiado:
- Vivimos en un mundo interconectado donde el comercio, la información y los conflictos trascienden territorios.
- Las migraciones ya no son solo voluntarias: millones de personas huyen de guerras, crisis climáticas, persecuciones o pobreza extrema.
- La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a buscar asilo, a moverse y a pertenecer.
El extranjero actual no es una amenaza por definición. Más bien, es a menudo víctima de estructuras desiguales creadas por los mismos países que hoy buscan excluirlo.
El miedo al otro como reflejo
Detrás del rechazo moderno al extranjero hay más que razones económicas o de seguridad: hay miedo. Miedo a perder identidad, miedo al cambio, miedo a compartir lo que se cree propio. En muchos casos, el extranjero encarna lo reprimido de nuestra cultura: la pobreza, la fragilidad, la diferencia.
Aceptar al otro implica cuestionar lo propio. Y eso no todos están dispuestos a hacer.
“El extranjero comienza allí donde termina mi mundo.” — Emmanuel Levinas
El derecho a cerrarse, ¿es válido?
Sí. Incluso en un mundo abierto, es legítimo que ciertos grupos humanos —sobre todo comunidades originarias o minorías históricamente oprimidas— deseen proteger su forma de vida, su lengua o su cosmovisión. El derecho a cerrarse, en estos casos, es un mecanismo de defensa frente a la homogeneización cultural impuesta por mayorías dominantes.
También a nivel individual, la necesidad de marcar límites, de decir “hasta aquí”, es razonable. No toda apertura es virtuosa si no respeta la integridad personal o colectiva.
Pero este derecho a cerrarse no debe convertirse en excusa para negar la humanidad del otro. La protección no debe basarse en odio, sino en identidad lúcida.
Entre apertura ética y cautela justa
Ni la ingenua apertura total, ni el cierre hostil nos ofrecen una solución justa. Lo que se requiere es una ética del equilibrio:
- Reconocer la dignidad del otro, incluso si no lo comprendemos.
- Proteger lo propio sin usarlo como escudo para la discriminación.
- Facilitar la integración sin imponer asimilación forzada.
- Entender que la humanidad compartida no anula nuestras diferencias, pero sí nos compromete a tratarnos con respeto.
Conclusión
El extranjero no es solo una persona que cruza una frontera. Es también una idea que nos invita a mirarnos en el espejo de lo distinto. Rechazarlo sin más es perder la oportunidad de crecer, de repensarnos, de construir un mundo más justo.
Pero acogerlo sin condiciones también puede ser injusto si se desatiende la complejidad de cada sociedad.
Hoy, más que nunca, necesitamos una mirada crítica y compasiva, capaz de defender los derechos humanos sin caer en dogmas. Porque el otro, el que llega, no siempre busca invadir: muchas veces solo busca vivir.