Creer es fácil. Cuestionar, no tanto. Desde que somos pequeños, recibimos una herencia invisible: ideas, símbolos, normas y formas de entender el mundo. Se nos dice qué pensar sobre Dios, qué colores defender en un equipo, qué banderas honrar, a quién votar, cómo vestirnos, a qué temer y a quién odiar. No se nos enseña a decidir: se nos entrena para repetir.
Y sin embargo, cada uno de nosotros es, en algún rincón interno, un pensador potencial. Uno que puede decir: “no lo sé”, “no estoy seguro”, “quiero entender antes de creer”.
Ser ateo no es solo no creer en dioses. Es, sobre todo, un gesto ético: el de tomarse en serio la tarea de pensar, de decidir, de asumir la incertidumbre con dignidad.
El derecho de elegir (y también de no creer)
Una de las libertades más profundas —y menos respetadas— es la libertad de conciencia. No se trata solo de tener fe o no tenerla. Se trata de poder decidirlo desde la madurez, no desde la costumbre ni la culpa.
Muchos creen porque les dijeron que creer es bueno. Porque así lo hacía su madre. Porque todos a su alrededor creen. Porque no hacerlo les da miedo. Porque no quieren decepcionar a nadie.
Pero una creencia que no se cuestiona no es una convicción: es un hábito.
“Lo contrario de la fe no es el ateísmo. Es la indolencia.” — Anónimo
Creencias que moldean sin pensar
El fenómeno va más allá de la religión. Pensemos en la política: ¿cuántas personas repiten consignas sin conocer el programa de un partido? ¿Cuántas odian al otro por llevar una camiseta distinta? ¿Cuántas se sienten “traidoras” por cuestionar la historia oficial?
O en el fútbol: pasiones heredadas, peleas irracionales, identidades que se construyen desde el “nosotros contra ellos”.
¿Y si detuviéramos la marcha un momento? ¿Y si dijéramos: esto me lo enseñaron, pero no estoy seguro de que me represente?
¿Y si somos parte del problema?
No solo somos víctimas del adoctrinamiento. A menudo, lo perpetuamos sin querer:
- Cuando ridiculizamos al que duda.
- Cuando corregimos a un niño por no seguir la tradición.
- Cuando empujamos a otros a creer o a comportarse como nosotros.
Transmitimos certezas ajenas como si fueran verdades universales. Y con ello, ayudamos a construir un mundo de obediencias vacías.
La ética de dudar
Dudar no es traicionar. Es buscar con honestidad.
Ser ateo, si se llega allí desde la reflexión, puede ser una forma profunda de compromiso ético: no acepto una idea porque otros lo hicieron, sino porque he pensado, sentido, leído, vivido. Y si mañana cambio de opinión, que también sea desde la conciencia, no desde la presión.
La duda no deshace la vida. La enriquece. Nos permite cambiar, crecer, escuchar. Nos vuelve más humildes y más humanos.
Educar para la autonomía
Si de verdad queremos un mundo más libre, más justo, más humano, debemos educar para la autonomía del pensamiento:
- Que cada persona tenga derecho a decir “no creo”.
- Que se pueda abandonar una religión sin ser castigado.
- Que se pueda cambiar de opinión política sin ser señalado.
- Que podamos disentir sin miedo.
Esto no significa que todo vale. Significa que solo lo pensado con libertad tiene valor auténtico.
Conclusión
No se trata de convencer a nadie de dejar su fe. Se trata de invitar a cada quien a examinarla. De preguntarse por qué creemos lo que creemos. De tener el valor de pensar desde el presente, no desde el pasado impuesto.
Porque solo cuando somos honestos con lo que pensamos, dejamos de repetir lo que otros nos dijeron y comenzamos a vivir como adultos conscientes. Y porque el mundo necesita menos obedientes automáticos y más mentes despiertas.
Referencias
Russell, B. (1957). Why I Am Not a Christian. George Allen & Unwin.
Grayling, A. C. (2013). The God Argument: The Case against Religion and for Humanism. Bloomsbury.
Dennett, D. (2006). Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon. Penguin Books.
Sagan, C. (1996). The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark. Random House.