En una época en la que la inmediatez prima sobre la profundidad, escribir correctamente se ha convertido, para muchos, en una rareza. Pero más allá de una simple regla escolar o de un formalismo superficial, la ortografía es, en realidad, una forma concreta de pensamiento y de respeto. Lo que escribimos no solo comunica una idea: comunica cómo pensamos, cómo nos relacionamos con los demás y cómo nos posicionamos en el mundo.
El empobrecimiento progresivo del lenguaje escrito
Resulta inquietante observar que incluso personas con estudios universitarios, ocupando cargos de responsabilidad o formando parte de círculos académicos, incurren en errores ortográficos y gramaticales que deberían haber quedado superados en la educación primaria. El problema no es solamente técnico: es sintomático.
Cada falta de concordancia, cada tilde ausente, cada palabra mal escrita nos recuerda que el lenguaje ha sido descuidado, empobrecido y relegado. Pero no por ignorancia estructural —al menos no siempre—, sino por una progresiva desvalorización de la palabra escrita.
Se ha instaurado la idea de que “lo importante es el contenido”, como si la forma fuera prescindible, o peor aún, como si escribir con corrección fuera elitista o pretencioso. Esta renuncia al cuidado del idioma no solo debilita el mensaje, sino que empobrece el pensamiento. Como escribió José Ortega y Gasset:
“La claridad es la cortesía del filósofo.”
Extiéndase esto a toda persona que quiera comunicarse con el otro desde un lugar de respeto.
La expresión escrita como reflejo del pensamiento
No se trata de erigir una dictadura gramatical, sino de asumir que el modo en que se estructura una frase es también el modo en que se estructura un pensamiento. Si no se distingue entre una proposición condicional y una afirmación absoluta, entre una ironía y una declaración literal, ¿cómo se espera que haya un diálogo coherente?
Un niño al que no se le exige escribir bien hoy, será un adulto limitado mañana: incapaz de redactar un correo profesional con claridad, de elaborar un argumento convincente, o de defender sus ideas con coherencia. ¿Es eso libertad? ¿O es, en el fondo, una forma de condena silenciosa al analfabetismo funcional?
El rol ineludible de la educación temprana
La escuela, los hogares y los entornos sociales deben dejar de considerar la buena escritura como una habilidad opcional. Enseñar a redactar bien no es adornar la educación: es dotar a las personas de herramientas cognitivas esenciales.
Aprender a escribir correctamente es aprender a ordenar ideas, a jerarquizar argumentos, a modular emociones. Es aprender a pensar. No hay pensamiento crítico sin lenguaje estructurado. No hay libertad sin capacidad de expresión precisa.
Por eso, enseñar ortografía y gramática desde temprana edad no es un acto académico: es un acto emancipador. Implica decirle al niño: “Tienes derecho a ser comprendido”, y también: “Tienes el deber de hacerte comprender con cuidado”.
¿Y la tecnología? ¿No corrige ya por nosotros?
Hoy contamos con software que subraya automáticamente nuestros errores, que sugiere sinónimos y hasta que redacta frases completas por nosotros. Pero ¿qué ocurre cuando el usuario no tiene las bases mínimas para discernir si la sugerencia automática es correcta?
El corrector ortográfico no enseña. Solo corrige. Y muchas veces, lo hace mal. La inteligencia artificial puede redactar textos enteros, pero no puede pensar en nuestro lugar. La calidad de lo que se produce con herramientas tecnológicas depende, siempre, de la calidad de quien las usa. Como ocurre con cualquier instrumento, no es la herramienta la que da valor al resultado, sino la destreza ética y técnica de quien la emplea.
Excusas que nos empobrecen
La tolerancia con los errores de escritura ha generado una colección de excusas que, lejos de ser inocuas, refuerzan el abandono del lenguaje. “No me gusta escribir”, “es que yo me entiendo”, “yo soy más visual”, “lo importante es el mensaje”. Todas estas frases normalizan la negligencia.
No se trata de escribir como un poeta o como un filólogo, pero sí de respetar mínimamente las normas que hacen que el idioma sea comprensible y digno. El lenguaje no es un ornamento: es una herramienta de pensamiento, de respeto y de vínculo. No escribir bien no es simplemente una falla estética: es una renuncia a pensar con profundidad.
Claves para recuperar la dignidad de la escritura
- Empezar por lo básico: Reforzar desde casa y desde las aulas el valor de escribir correctamente.
- Eliminar la vergüenza del error: Corregir no es humillar. Es formar. El error debe ser una oportunidad de aprendizaje, no una razón para la resignación.
- Usar herramientas, pero con criterio: Un corrector ortográfico no es un maestro. Debe acompañar, no reemplazar.
- Leer con atención: La lectura frecuente es el mejor camino para interiorizar estructuras gramaticales y enriquecer el vocabulario.
- Valorar el oficio de escribir: No todo lo escrito debe ser público, pero todo lo público debería estar bien escrito.
Conclusión
Recuperar la precisión lingüística es un acto de resistencia. No por elitismo, sino por respeto. No por perfeccionismo, sino por compromiso. Porque el lenguaje que usamos no solo dice lo que pensamos: dice cómo pensamos. Y si escribimos con descuido, lo más probable es que también pensemos con descuido.
Quien no puede escribir bien, difícilmente podrá exigir con claridad, defender su posición, reclamar justicia o expresar su dolor con legitimidad. La escritura no es un lujo: es una forma de dignidad.
Referencias
- Ortega y Gasset, J. (1932). Misión de la universidad. Revista de Occidente.
- Eco, U. (1996). Cómo se hace una tesis. Gedisa.