Vivimos en una época donde el dolor ha adquirido un peso político, ético y emocional sin precedentes. Las narrativas del sufrimiento ocupan espacios centrales en lo público y lo íntimo. Pero hay un riesgo en esta lógica: suponer que haber sufrido otorga automáticamente la razón. Que ser víctima basta para ser moralmente correcto.
“El sufrimiento otorga derecho a ser escuchado, no a tener siempre la razón.”
— DesdeLaSombra
Este desplazamiento, aunque comprensible en un mundo que durante siglos invisibilizó el dolor, ha creado una nueva distorsión: el argumento victimista como exoneración automática de responsabilidad.
Víctima y razón: dos cosas distintas
Ser víctima implica haber padecido un daño, un abuso, una injusticia. Pero tener la razón supone sostener un argumento válido, éticamente consistente o lógicamente sólido. Y esos planos, aunque pueden coincidir, no son equivalentes.
Hannah Arendt (1963) advirtió que cuando el sufrimiento reemplaza al pensamiento, se debilita la posibilidad de justicia. Porque entonces se responde al dolor con simpatía, pero no con discernimiento.
No toda persona herida actúa con ética. No toda persona vulnerada razona con claridad. Y no toda persona que sufre está libre de reproducir el mismo daño que ha recibido. El sufrimiento puede sensibilizar, pero también puede endurecer, cegar, deformar.
La trampa moral del victimismo
El victimismo no es el sufrimiento en sí, sino el uso estratégico de ese sufrimiento como escudo moral, como dispositivo de impunidad. Se convierte en una narrativa donde toda crítica es revictimización, donde toda responsabilidad es injusta, y donde el pasado justifica cualquier acción presente.
Esta postura, además de bloquear el diálogo, invalida la posibilidad de transformación personal. Porque quien se define únicamente por lo que le hicieron, deja de preguntarse por lo que hace. Y eso, en última instancia, es una renuncia al crecimiento ético.
“El dolor no nos vuelve mejores. Solo nos vuelve más humanos. Lo que hacemos con el, es lo que nos define.”
— DesdeLaSombra
Cuando el dolor se vuelve poder
Aunque suene paradójico, en ciertas dinámicas sociales y personales el lugar de la víctima otorga poder. Poder para demandar, para acusar, para evitar la autocrítica. Y ese poder, cuando no se revisa, puede convertirse en una forma sutil de dominación emocional.
Nietzsche (1887) analizó el concepto de “moral de los esclavos”, en la cual el resentimiento se convierte en virtud. Es decir, el que sufre se presenta como superior porque no tiene poder, y su debilidad se convierte en su legitimidad absoluta. Bajo esa lógica, quien se atreve a cuestionar al que sufre es visto como cruel o insensible, incluso si lo hace con razones válidas.
La dignidad de asumir responsabilidad
El verdadero acto ético no es protegerse en el dolor, sino atreverse a revisarse incluso desde el lugar del sufrimiento. Decir: “fui herido, pero eso no me exime de revisar mis actos”. Esa es una forma de lucidez que no niega el daño, pero no lo usa como excusa.
Aceptar que se puede ser víctima y, al mismo tiempo, responsable de errores, no es contradicción: es madurez moral. Porque incluso quienes han sido heridos pueden herir. Incluso quienes han sido abandonados pueden manipular. Incluso quienes han sido silenciados pueden recurrir al grito para invalidar al otro.
Conclusión
En una época que tiende a sustituir el argumento por la emoción, y la responsabilidad por la narrativa del dolor, es urgente recuperar una ética que no niegue el sufrimiento, pero que tampoco lo sacralice.
“No toda herida da derecho a herir. No todo dolor es argumento.”
— DesdeLaSombra
Ser víctima es una condición. Tener razón, una construcción. Y entre ambas debe mediar la honestidad de mirarse, de pensarse, y de responder a la pregunta más difícil: ¿qué hacemos con lo que nos hicieron?
Referencias
- Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Lumen.
- Nietzsche, F. (1887). Genealogía de la moral. Alianza Editorial.
- Sennett, R. (2003). El respeto: Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Anagrama.