Vivimos convencidos de que nuestras ideas son lo que nos define: lo que opinamos en un debate, las causas que apoyamos, las frases que citamos con pasión. Sin embargo, la verdadera arquitectura de nuestra identidad moral suele esconderse en otra parte. No está en los discursos, sino en los gestos automáticos. No en lo que decimos cuando queremos convencer, sino en lo que hacemos cuando nadie nos ve.
¿Qué pasaría si se grabara, sin cortes ni guion, una jornada completa de nuestra vida? Una cámara invisible que captara desde cómo tratamos a quienes nos sirven hasta qué miramos en el móvil cuando estamos aburridos. ¿Qué ideología emergería de ese archivo?
La ideología del hábito
La ideología, entendida no como afiliación política, sino como forma concreta de estar en el mundo, se manifiesta más en nuestros hábitos que en nuestras convicciones expresadas. El pensador Slavoj Žižek lo señala con ironía al decir que “la ideología está en la silla vacía que seguimos evitando por respeto a un abuelo muerto, aunque no creamos en supersticiones”. Es decir, está en lo que no cuestionamos.
Cada vez que encendemos una pantalla sin necesidad, gritamos desde el volante, ignoramos un mensaje importante o comemos sin hambre, afirmamos una manera de estar. Son acciones aparentemente neutras, pero que, en su acumulación, dibujan el mapa más fiel de nuestras prioridades reales.
El yo automático
La mayoría de nuestras acciones diarias no son elecciones conscientes, sino respuestas condicionadas. No escogemos deliberadamente revisar el teléfono cada cinco minutos; simplemente lo hacemos. No decidimos ignorar al mendigo en la acera; sencillamente desviamos la mirada. Pero cada repetición moldea nuestro carácter.
Como escribió William James:
“El hábito es el inmenso volante de la sociedad humana.”
— William James.
Esto implica que nuestras rutinas, incluso las que no hemos elegido explícitamente, están cargadas de valor moral. La ética no reside solo en los grandes dilemas, sino también en cómo nos levantamos, trabajamos, comemos, respondemos. Y eso debería hacernos pensar.
Ética vivida vs. ética declamada
Hay quienes defienden la igualdad, pero tratan con desprecio a quienes consideran menos educados. Hay quienes promueven la sostenibilidad, pero consumen sin freno. Hay quienes hablan de salud mental, pero alimentan entornos de presión y competencia. La coherencia no está en lo que se publica, sino en lo que se practica.
Preguntarnos cómo actuaríamos si nuestras conductas fuesen transmitidas en vivo las 24 horas podría ser un ejercicio brutal, pero honesto. No para caer en la culpa constante, sino para ajustar nuestras acciones a nuestras verdaderas convicciones. Porque la ética no se declama, se vive. Y si no se vive, quizás no es tan ética.
Reeducar el hábito
Nadie está exento de contradicciones. No se trata de aspirar a una perfección irreal, sino de asumir el reto cotidiano de la vigilancia consciente. Reeducar nuestros hábitos implica observarlos sin anestesia: ¿cómo reacciono cuando estoy frustrado? ¿qué consumo sin necesitar? ¿a quién ignoro sistemáticamente?
Esa es la revolución silenciosa que cambia a las personas, y con ellas, al mundo. Reformular nuestras rutinas no desde el esfuerzo hercúleo, sino desde la intención persistente de habitar mejor nuestros días.
Conclusión: lo que revela lo que repetimos
Al final, no somos tanto lo que opinamos como lo que repetimos. No lo que proclamamos, sino lo que ejecutamos. Y si aspiramos a una vida más ética, más digna, más libre, el primer paso no está en adherirnos a una nueva ideología, sino en mirar con humildad aquello que ya hacemos sin pensar. Porque ahí, en el hábito, vive la verdad de lo que realmente somos.
“Lo que haces cada día importa más que lo que haces de vez en cuando.”
— Gretchen Rubin.
Referencias
- James, W. (1890). The Principles of Psychology. Nueva York: Henry Holt and Company.
- Žižek, S. (1997). El acoso de las fantasías. Buenos Aires: Paidós.
- Rubin, G. (2009). El proyecto felicidad. Nueva York: HarperCollins.