Hay quienes creen que la verdad es un terreno conquistado y no una construcción compartida. Personas que, frente a cualquier diferencia, se parapetan tras sus argumentos como si estuvieran defendiendo una fortaleza en ruinas. No quieren conversar, quieren ganar. No buscan comprender, quieren imponer. Este perfil —tan común como destructivo— de quien se aferra a tener siempre la razón, destruye más puentes que los que construye.


El dogma como escudo emocional

La obstinación, en muchos casos, no es una simple arrogancia intelectual. Es una coraza emocional. Algunas personas se cierran a otras perspectivas no por maldad, sino por miedo. Miedo a quedar en evidencia, a equivocarse, a cambiar. Aceptar una visión distinta puede implicar desmontar creencias que les han dado seguridad durante años. Por eso interrumpen, descalifican, se imponen: no están defendiendo ideas, están protegiendo su identidad.

“A veces discutimos no para llegar a la verdad, sino para no perder el control.”
— DesdeLaSombra

Este fenómeno no es nuevo. Desde la antigüedad, el pensamiento dogmático ha sido una trampa peligrosa. El filósofo Karl Popper distinguía entre el pensamiento crítico —abierto a la refutación— y el pensamiento dogmático, que rehúye cualquier evidencia que lo contradiga. En contextos cotidianos, esta diferencia puede marcar el límite entre una conversación nutritiva y una relación estancada.


Efectos colaterales: relaciones heridas

Convivir con alguien que nunca duda de sí mismo puede ser emocionalmente extenuante. La sensación de que nuestras palabras no importan, que nuestras experiencias son invalidadas, que cada intento de explicar algo termina en un callejón sin salida, genera frustración, tristeza y una creciente desconexión.

Es frecuente escuchar frases como: “no se le puede decir nada”, “siempre tiene una respuesta”, “no escucha, solo espera su turno para hablar”. Estas expresiones no son exageraciones; son síntomas de un desequilibrio comunicacional profundo, donde el diálogo ha sido sustituido por la competencia verbal.


¿De dónde viene esa necesidad de tener razón?

Además del miedo, también puede haber raíces culturales. En muchas sociedades, equivocarse se castiga con dureza. Se asocia con debilidad, ignorancia, derrota. Desde niños se premia la respuesta correcta más que la pregunta valiente. Así, se construyen adultos que prefieren aparentar saberlo todo antes que admitir que no comprenden algo.

También puede influir el entorno familiar. Si alguien creció en un contexto donde ser escuchado requería imponerse, es probable que reproduzca ese patrón en su vida adulta. La terquedad, entonces, no es solo un rasgo de personalidad, sino un mecanismo aprendido de sobrevivencia emocional.


Cómo lidiar con estas dinámicas

No siempre es posible cambiar a una persona testaruda. Pero sí podemos modificar la forma en que nos vinculamos con ella. Algunas estrategias útiles:

  • Formular preguntas abiertas que inviten a la reflexión, en lugar de respuestas cerradas que alimenten el enfrentamiento.
  • Evitar confrontaciones directas, que suelen reforzar la postura defensiva.
  • Establecer límites claros sobre qué tipo de conversación estamos dispuestos a sostener.
  • Practicar la escucha activa, incluso si la otra persona no lo hace. A veces, modelar un comportamiento distinto puede generar un efecto espejo.

Y, sobre todo, saber retirarse a tiempo. No todo desacuerdo merece ser batallado. Hay momentos en que preservar la paz mental vale más que demostrar un punto.


Un espejo necesario: ¿soy yo también así?

La reflexión no estaría completa si no incluyéramos un examen propio. ¿Cuántas veces hemos sido nosotros los testarudos? ¿Cuántas veces hemos desoído a alguien solo porque lo dijo de una forma que no nos gustó? ¿Cuántas veces defendimos una postura solo por orgullo, y no por convicción?

Aceptar que uno puede estar equivocado no es debilidad, es sabiduría. Escuchar sin responder de inmediato es valentía. Preguntar sin asumir es respeto. Y cambiar de opinión ante argumentos sólidos es madurez.

“La humildad intelectual no es resignarse a no saber, sino abrir la puerta a aprender.”
— DesdeLaSombra


Conclusión

Tener razón puede dar satisfacción momentánea, pero comprender al otro deja huellas duraderas. En un mundo saturado de certezas vociferantes, quienes aún se atreven a dudar, a escuchar, a reformular sus ideas, se convierten en faros de convivencia. La testarudez puede ser un muro. La apertura, un puente.

No se trata de ceder siempre ni de renunciar a nuestras convicciones. Se trata de entender que la verdad no habita en uno solo, sino que se construye en el encuentro con los demás. Porque la razón que no dialoga, se convierte en soberbia. Y la soberbia, tarde o temprano, se queda sola.


Referencias

  • Popper, K. (2002). Conjeturas y refutaciones. Paidós.
  • Tannen, D. (1999). You Just Don’t Understand: Women and Men in Conversation. Harper.
  • Bohm, D. (1996). On Dialogue. Routledge.