¿Y para qué preocuparse, si ya tienen todos mis datos? ¿Qué sentido tiene proteger mi privacidad si estoy rodeado de cámaras, cookies y algoritmos que saben más de mí que yo mismo?
Este tipo de frases —pronunciadas con resignación, sarcasmo o cansancio— son cada vez más frecuentes. Y no son casuales. Forman parte de un discurso cultural profundamente extendido: la idea de que proteger la privacidad digital es inútil, demasiado difícil o simplemente irrelevante.
Pero esta idea no es inocente. Es parte de una estrategia. Una narrativa funcional a quienes lucran con nuestra apatía, con nuestra confusión, con nuestro silencio.
Esta entrada propone desmontar esa narrativa fatalista. Y, sobre todo, invitar a dar los primeros pasos en el camino de la privacidad, no como un acto técnico, sino como una elección ética. Porque incluso el paso más pequeño en esta dirección puede marcar una diferencia profunda.
El mito de la complejidad inabarcable
La industria tecnológica —consciente de su poder— ha sido hábil en presentar la privacidad como algo inaccesible para el usuario promedio:
- Políticas de privacidad ininteligibles.
- Interfaces diseñadas para confundir.
- Herramientas que exigen conocimientos técnicos avanzados.
- Opciones por defecto que favorecen la exposición, no la protección.
Todo esto genera una percepción de caos, de impotencia. Se instala la idea de que solo los expertos pueden protegerse, mientras el resto debe conformarse con “no tener nada que ocultar”.
“Cuando algo se presenta como demasiado complejo, muchas veces es porque alguien quiere que no lo comprendamos.”
— DesdeLaSombra
La renuncia cultural a la privacidad: una construcción inducida
A lo largo de la última década, la resignación colectiva ha sido cuidadosamente cultivada. Se nos ha dicho que:
- Si usamos servicios gratuitos, debemos “pagar” con nuestros datos.
- Que la vigilancia masiva es inevitable.
- Que lo digital es así, y no hay vuelta atrás.
Esta lógica normaliza la entrega voluntaria de información personal y desplaza la responsabilidad del sistema hacia el individuo. Pero la realidad es otra: sí existen opciones, sí hay caminos y sí es posible protegerse.
El filósofo Evgeny Morozov lo explica claramente: cuando la vigilancia se presenta como una consecuencia natural de la tecnología, se desactiva toda resistencia social (Morozov, 2013).
La privacidad no es perfección: es camino
Uno de los obstáculos más comunes es el perfeccionismo paralizante. Pensamos que, si no podemos ser invisibles, entonces no vale la pena hacer nada. Pero la privacidad no es un estado absoluto, sino una construcción progresiva.
Cada paso cuenta:
- Cambiar un motor de búsqueda.
- Revisar los permisos de una app.
- Encriptar las conversaciones sensibles.
- Apagar el micrófono de un dispositivo.
- Usar contraseñas seguras y autenticación multifactor.
Ninguna de estas acciones nos hace invulnerables. Pero todas recuperan margen, disminuyen la exposición, reducen el perfilamiento. Y, sobre todo, nos devuelven el sentido de agencia.
“El primer gesto hacia la libertad digital no es técnico: es decidir que no estamos dispuestos a regalar nuestra intimidad.”
— DesdeLaSombra
Ética, soberanía y futuro
Proteger la privacidad digital no es solo un asunto individual: es una posición ética frente a un sistema que convierte la vida humana en materia prima.
- Es rechazar que nuestros hábitos, deseos y miedos sean comercializados.
- Es defender un espacio interior donde aún somos dueños de lo que pensamos y sentimos.
- Es resistir a la colonización emocional de los algoritmos predictivos.
La privacidad es también una forma de soberanía sobre uno mismo. Y sin soberanía personal, toda libertad política se debilita.
Como afirma Edward Snowden:
“Decir que no te importa la privacidad porque no tienes nada que ocultar es como decir que no te importa la libertad de expresión porque no tienes nada que decir.”
— Edward Snowden (2015)
Claves para comenzar, sin miedo ni culpa
1. Empezar con lo posible
No se trata de convertirse en experto en ciberseguridad. Se trata de iniciar un camino con decisiones pequeñas y sostenibles.
2. Elegir herramientas más éticas
- Navegadores como Firefox o Brave.
- Motores de búsqueda como DuckDuckGo o SearX.
- Servicios de correo cifrado como ProtonMail o Tutanota.
3. Cuestionar lo gratuito
Nada es gratis. Si no pagamos con dinero, lo hacemos con atención, comportamiento y datos. Preguntar siempre: ¿qué estoy cediendo a cambio?
4. Conversar y compartir
La soberanía digital también se construye en comunidad. Hablar de estos temas con familiares y amigos, compartir alternativas, desmontar mitos.
5. Recordar el propósito
No se trata de paranoia. Se trata de dignidad. De tener el derecho a elegir qué mostrar, qué callar y cuándo hacerlo.
Conclusión
No hay que esperar a que sea tarde. No hay que saberlo todo. No hay que hacerlo perfecto. Solo hay que decidir comenzar.
La privacidad digital es uno de los territorios más vulnerados de nuestra época. Pero también es uno de los pocos espacios donde aún podemos ejercer soberanía sin pedir permiso.
“Cada gesto de protección es una afirmación de que aún queremos ser sujetos, no solo perfiles.”
— DesdeLaSombra
Y eso, en un mundo que nos quiere transparentes para el mercado, es ya una forma radical de libertad.
Referencias
- Morozov, E. (2013). To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism. PublicAffairs.
- Snowden, E. (2015). Permanent Record. Metropolitan Books.
- Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism. PublicAffairs.