En las gradas de un estadio, en las calles tras un partido o en los comentarios de redes sociales después de una derrota, puede observarse una forma de violencia que se camufla con los colores de una camiseta, con cánticos apasionados y con la excusa de la competitividad. Este fenómeno, lejos de estar restringido al ámbito del deporte profesional, refleja una patología social más amplia: la necesidad de canalizar frustraciones personales mediante estructuras que otorgan legitimidad simbólica a la agresión.
El deporte, en su esencia, debería ser encuentro, superación, esfuerzo y juego. Sin embargo, en muchos casos, es deformado por quienes lo usan como vehículo para el odio.
El rostro oculto de la violencia emocional
No toda violencia se ejerce con los puños. A menudo, el grito ofensivo, la humillación colectiva, el desprecio verbal o la imposición simbólica del “nosotros contra ellos” se convierten en formas aceptadas —o toleradas— de agresión. El problema se agrava cuando estas manifestaciones no provienen de un momento impulsivo, sino de una identidad construida en torno al conflicto.
El fanático violento emerge de contextos de carencia afectiva, de modelos culturales donde el poder se valida a través del sometimiento, y de un vacío emocional que necesita encontrar causa, pertenencia y adversario.
“Donde hay represión, hay retorno; donde hay miseria psíquica, hay necesidad de canalizarla hacia afuera.”
— Erich Fromm, El corazón del hombre (1964)
Muchos individuos con rasgos violentos o personalidades propensas a la dominación encuentran en el fervor deportivo un campo fértil para legitimar sus impulsos. El insulto al árbitro, el desprecio al rival o la provocación al “otro” adquieren un matiz heroico, como si fueran parte del compromiso con la camiseta, cuando en realidad son síntomas de una identidad emocionalmente mal gestionada.
Barras bravas y romanticismo de la barbarie
El fenómeno de las “barras bravas” —típico en el fútbol, pero reproducido en otros deportes— ejemplifica esta perversión. Grupos organizados, jerarquizados, con códigos internos y lógica militarizada, convierten el amor por un club en un espacio de poder. Para muchos de sus integrantes, el deporte es apenas el decorado: lo que está en juego es el dominio, la venganza, el miedo que infunden o la adrenalina del enfrentamiento.
Este tipo de conducta también se refleja en entornos más cotidianos: torneos escolares con padres agresivos en las gradas, entrenadores que humillan a niños para “formar carácter”, comentaristas que incitan al desprecio del rival o usuarios anónimos en internet que destilan odio tras cada derrota.
El deporte se convierte así en una válvula para canalizar resentimientos, pero no de forma saludable, sino institucionalizada bajo el disfraz de la “pasión”.
“Cuando la violencia se vuelve habitual, deja de escandalizar y empieza a ser invisible.”
— DesdeLaSombra
Psicología del fanático: identidad por oposición
La psicología social ha mostrado que el ser humano necesita referentes para construir su identidad, y que uno de los mecanismos más comunes es la oposición: definirse por lo que no se es, por lo que se rechaza. En este sentido, el fanatismo no es solo apego a un equipo, sino también repulsión hacia otro.
Esta dinámica se vuelve peligrosa cuando no está moderada por un marco ético.
“Las masas no siguen ideas, sino emociones canalizadas colectivamente.”
— Elias Canetti, Masa y poder (1960)
Esta forma de identidad negativa —en la que el “otro” es necesario para validar el “yo”— se acentúa en contextos de vulnerabilidad emocional. El fanático extremo no solo quiere que su equipo gane: necesita que el rival pierda, sufra, desaparezca. Es ahí donde el amor al deporte se subvierte y se transforma en una guerra simbólica.
¿Dónde falló la cultura del deporte?
El deporte nació como rito social, como ejercicio lúdico y como medio de integración. Las olimpiadas griegas suspendían guerras; las artes marciales formaban carácter. Sin embargo, en muchos contextos actuales, se ha desvirtuado ese espíritu. Las competencias se han vuelto industria, las aficiones mercado, y el espectáculo ha reemplazado al juego. En ese contexto, el mensaje educativo del deporte queda en segundo plano.
El deporte solo tiene sentido si eleva, si forma, si une. Cuando es excusa para humillar, excluir o lastimar, se ha perdido por completo su esencia.
Hacia una ética de la competencia sana
¿Cómo revertir esta tendencia? La solución no es eliminar la pasión, sino reencauzarla. Algunas propuestas necesarias:
- Educación emocional desde temprana edad: enseñar que perder no es humillación, que competir no es odiar, y que el rival no es enemigo.
- Entrenadores como formadores éticos: quienes acompañan procesos deportivos deben ser ejemplo de autocontrol, respeto y madurez.
- Códigos de convivencia en las gradas: no basta con sancionar; hay que transformar el ambiente cultural del espectáculo.
- Modelos alternativos en los medios: visibilizar historias de deportistas que ganan sin pisar, que pierden sin destruirse, que compiten sin odio.
- Espacios de contención para fanáticos violentos: terapias grupales, reeducación comunitaria o trabajo restaurativo pueden canalizar la agresión sin excluir.
El deporte debe ser un puente, no una excusa. Una oportunidad para mejorar como sociedad, no un campo de batalla para quienes buscan agredir con licencia moral.
Conclusión
La violencia disfrazada de pasión deportiva no es una anomalía aislada, sino el síntoma de una sociedad que ha aprendido a justificar sus pulsiones más destructivas bajo relatos de pertenencia, emoción y tradición. El deporte, que podría ser un espacio de encuentro, de superación compartida y de catarsis saludable, es muchas veces cooptado por individuos que no buscan competir ni celebrar, sino desahogar frustraciones personales que nada tienen que ver con el juego.
“El deporte no construye carácter, lo revela.”
— Heywood Broun
Esta afirmación nos obliga a mirar con honestidad qué tipo de carácter estamos revelando cuando aplaudimos la agresión, romantizamos la hostilidad o toleramos la humillación en nombre del equipo. La violencia que se perpetúa en estadios, canchas, barras y redes sociales no nace del amor al deporte, sino del deseo de ejercer poder, dominio y desahogo emocional sin consecuencias.
Se trata, en última instancia, de depurar la afición. De reconstruir una cultura del juego donde el fervor no sea sinónimo de enemistad, donde el aplauso no oculte el grito de guerra, y donde competir no signifique aplastar, sino crecer.
El deporte necesita menos espectadores que descargan y más ciudadanos que reflexionan. Necesita menos gritos que nublan y más preguntas que incomoden: ¿qué celebramos cuando ganamos? ¿qué validamos cuando insultamos? ¿qué herencia emocional estamos transmitiendo a quienes nos miran desde las gradas o desde casa?
El futuro del deporte no se jugará solo en la cancha, sino en el alma de quienes decidan amar el juego sin necesidad de odiar al otro.
Referencias
- Fromm, E. (1964). El corazón del hombre: su potencial para el bien y el mal. Fondo de Cultura Económica.
- Canetti, E. (1960). Masa y poder. Alianza Editorial.
- Gutiérrez, H. (2020). Psicología del fanatismo deportivo. Editorial UBA.