En la actualidad, no basta con hacer las cosas bien: hay que hacer más, más rápido, con menos recursos y mejor actitud. La productividad, en lugar de ser un medio para facilitar la vida, se ha convertido en una medida moral, casi espiritual, del valor individual.

“¿Cuánto produces?” parece ser hoy la verdadera pregunta sobre quién eres.

Pero ¿en qué momento trabajar dejó de ser una actividad y pasó a ser una identidad? ¿Qué se pierde cuando todo se mide en términos de eficiencia? ¿Y qué fuerzas han moldeado esta obsesión colectiva con el rendimiento constante?


Una religión sin dioses: el origen del culto

La ética protestante del trabajo, descrita por Max Weber (1905), plantó la semilla: trabajar duro y ser disciplinado era una señal de salvación espiritual. El capitalismo secularizó esa idea y la convirtió en un sistema de evaluación total: quien no rinde, no merece.

A esto se suma el modelo industrial del siglo XIX, que organizó el tiempo humano en turnos, horarios y cronómetros. El trabajador ya no era un ser creativo, sino una pieza medible de un engranaje.

Hoy, en el capitalismo tardío, esa lógica se ha internalizado: no necesitamos capataces, porque nos autovigilamos. Convertimos el tiempo libre en “tiempo útil” y el descanso en “recuperación para volver a rendir”.

“No es que tengamos poco tiempo, es que vivimos como si el descanso fuera un delito.” — Byung-Chul Han (2010)


El yo como empresa: identidades productivas

En la economía digital, el ideal ya no es solo trabajar: es ser productivo en todos los aspectos de la vida. El cuerpo debe estar en forma, la mente enfocada, las relaciones optimizadas, el perfil profesional actualizado. El yo se convierte en un “proyecto” con métricas de rendimiento.

Redes sociales como LinkedIn, Instagram o TikTok impulsan esta narrativa: cada logro se exhibe, cada pausa debe justificarse, cada momento debe “aportar algo”. Lo improductivo se vuelve vergonzante.

Esta mentalidad, según Jonathan Crary (2013), ha transformado incluso el sueño en un obstáculo: algo que interrumpe el flujo continuo de actividad, atención y consumo.

“La productividad ha dejado de ser una función del trabajo para convertirse en el centro simbólico del sujeto moderno.”


Cuando rendir se convierte en padecer

El impacto psicológico de este mandato es evidente: ansiedad, culpa, insomnio, adicción al trabajo, miedo al ocio. El síndrome de burnout, reconocido por la OMS, no es solo una consecuencia médica: es el síntoma de una cultura que glorifica la autoexplotación.

Muchos trabajadores se sienten atrapados en una doble moral: deben rendir como máquinas, pero ser empáticos como humanos. Deben estar disponibles todo el tiempo, pero también ser creativos, resilientes y emocionalmente sanos.

“El cansancio crónico es el nuevo lenguaje del fracaso íntimo en una cultura que no tolera la pausa.” — Marina Garcés (2017)

Así, el descanso no es recuperado como derecho, sino como estrategia para seguir rindiendo. El ocio pierde su valor existencial y se convierte en una herramienta de gestión.


La ética detrás del rendimiento: ¿quién se beneficia?

Bajo el ideal de la productividad se esconden intereses profundos: quien rinde más, vale más, y quien no puede hacerlo queda fuera del sistema. Se naturaliza así la desigualdad como resultado de esfuerzo individual, invisibilizando las condiciones materiales y sociales que la generan.

Además, este culto borra los límites entre trabajo y vida: las jornadas se extienden, el teletrabajo invade el hogar, y la culpa por “no estar haciendo nada” coloniza incluso el domingo.

El resultado es una ciudadanía agotada, con poca energía para la crítica o la acción colectiva.

“El sujeto hiperproductivo es funcional al sistema: no se queja, no se organiza, solo se culpa.” — Franco Berardi (2019)


Romper el hechizo: hacia una productividad humana

La solución no es abandonar toda forma de productividad, sino redefinir qué significa producir y para qué. Recuperar el sentido, el vínculo, el tiempo libre. Aceptar que una vida valiosa no se mide en logros, sino en experiencias habitadas.

Algunas claves para una ética más saludable del hacer:

  • Valorar el proceso, no solo el resultado.
  • Reivindicar el descanso como parte del sentido, no como interrupción.
  • Cultivar tiempos improductivos como fuente de creatividad.
  • Renunciar a la idea de que valemos por cuánto hacemos.
  • Poner límites al trabajo sin culpa.

Conclusión

El culto a la productividad no es una estrategia económica, es una ideología existencial. Se filtra en nuestros días, en nuestras conversaciones, en nuestras emociones. Nos dice que solo merecemos si rendimos. Que no ser útiles es no ser.

Pero quizás sea tiempo de resistir con pausas, con vínculos, con lentitud. Porque al final, lo verdaderamente productivo no es hacer más, sino vivir mejor.

“No todo lo que cuenta puede contarse. Y no todo lo que puede contarse, cuenta.” — Albert Einstein


Referencias

  • Berardi, F. (2019). Futurabilidad: El deseo no es una utopía. Caja Negra Editora.
  • Crary, J. (2013). 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep. Verso Books.
  • Garcés, M. (2017). Nueva ilustración radical. Anagrama.
  • Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder.
  • Weber, M. (1905). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Fondo de Cultura Económica.