Nadie elige la infancia que le toca. Y, sin embargo, esa etapa temprana y vulnerable marca de forma indeleble la manera en que percibimos el mundo, nos relacionamos con otros y nos comprendemos a nosotros mismos. Hay quienes tuvieron una infancia protegida, pero también —y son muchos— quienes vivieron una infancia robada.
Robada no solo por el abuso explícito, sino también por el abandono emocional, la indiferencia, las expectativas adultas depositadas en cuerpos pequeños y frágiles. Robada por la falta de escucha, por el grito silenciado, por el juego negado.
¿Qué significa una infancia robada?
No siempre se trata de violencia visible. A veces, es más sutil: un niño obligado a cuidar de sus hermanos como si fuera un adulto. Una niña que aprende a no llorar porque eso “molesta”. Un menor que asume la culpa por las peleas de sus padres. Una infancia sin espacio para la infancia.
“No todos los niños que llevan mochilas van a la escuela. Algunos cargan las emociones de una casa entera.”
Heridas que no se recuerdan, pero que se sienten
Muchas personas adultas no recuerdan eventos traumáticos específicos. Pero sienten una tristeza sin nombre, una ansiedad sin causa aparente, una dificultad para confiar o para amarse. Son las marcas del alma que dejaron esas experiencias tempranas no procesadas.
La neurociencia ha demostrado que el estrés crónico durante la infancia puede afectar el desarrollo cerebral, especialmente en regiones relacionadas con la regulación emocional (Perry & Szalavitz, 2017).
El niño adulto: cuando crecer es una urgencia
Uno de los signos más comunes de una infancia robada es la madurez precoz. Niños que parecen “sabios”, “responsables”, “fuertes”, pero que en realidad han saltado etapas necesarias del desarrollo emocional. Porque no pudieron ser niños, hoy les cuesta ser adultos plenos: dudan, se exigen en exceso, se culpan por sentir.
Ejemplo: una persona que no puede relajarse porque siente que siempre debe “estar para los demás”. O quien no tolera el error porque fue castigado emocionalmente por fallar desde muy pequeño.
¿Cómo se sana una infancia robada?
- Reconociendo que algo faltó, incluso si no se recuerda con precisión.
- Validando el dolor sin necesidad de justificarlo: lo que duele, duele, aunque parezca “normal” o “no tan grave”.
- Ofreciéndose hoy lo que no se tuvo ayer: protección, cuidado, ternura, descanso.
- Hablando del tema, en espacios seguros o con acompañamiento profesional.
- Perdonándose por haber sobrevivido como se pudo, incluso si esas estrategias hoy ya no sirven.
La resiliencia no es negar lo que dolió
Resiliencia no es positivismo forzado. Es aceptar la herida, entenderla y luego decidir qué hacer con ella. Muchas veces, las personas más empáticas, conscientes y profundas son aquellas que, tras una infancia robada, decidieron no reproducir el daño, sino transformarlo.
Conclusión
La infancia no siempre se roba con golpes. A veces se roba con indiferencia, con exigencias, con ausencia. Reconocer esa pérdida no es victimizarse, sino reclamar un derecho que nunca debió haberse vulnerado: el de ser niño, el de jugar, el de sentirse amado sin condiciones.
Y aunque no podamos volver atrás, siempre podemos abrazar desde el presente a ese niño que fuimos, decirle que ya no está solo y ayudarlo, por fin, a descansar.
Referencias
Perry, B. D., & Szalavitz, M. (2017). The Boy Who Was Raised as a Dog. Basic Books.
Van der Kolk, B. (2014). The Body Keeps the Score. Viking.
Maté, G. (2019). In the Realm of Hungry Ghosts. North Atlantic Books.