Vivimos en una época que considera el aburrimiento una amenaza. La sola idea de no estar haciendo nada —de tener un momento libre sin contenido, sin propósito, sin estimulación— genera incomodidad. Así, el aburrimiento ha sido demonizado y convertido en un síntoma de ineficiencia o apatía. Pero, ¿qué perdemos al rechazar ese vacío fértil?
El aburrimiento como antesala de la contemplación
Durante siglos, el ser humano convivió con el aburrimiento como parte natural de la vida. En ese silencio de la repetición, en esa aparente monotonía del campo, del hogar o del retiro, surgía la posibilidad de la contemplación. No en vano los filósofos antiguos defendían el ocio como un espacio privilegiado para el pensamiento. No hacían apología de la pereza, sino de una forma más elevada de presencia: aquella que no necesita hacer para justificar el ser.
Hoy, sin embargo, cada instante es una oportunidad de entretenimiento. Esperamos en una fila y sacamos el móvil. Caminamos y escuchamos un podcast. Comemos mientras miramos una serie. Dormimos con música de fondo. Hemos aprendido a anestesiar el más mínimo indicio de vacío, como si el tiempo no ocupado por estímulos fuese un tiempo desperdiciado.
La evasión disfrazada de dinamismo
Esta sobreestimulación no es gratuita. Oculta una forma de evasión. Al llenar cada momento con ruido, evitamos el silencio incómodo donde emergen las preguntas importantes. ¿Quién soy sin mis tareas? ¿Qué quiero de verdad? ¿Por qué siento este malestar persistente? El aburrimiento, cuando se lo permite, abre un umbral hacia lo esencial. Lo que no soportamos no es el aburrimiento en sí, sino lo que nos revela.
Como ha señalado el filósofo Byung-Chul Han (2021), vivimos bajo una “violencia de la positividad”, donde todo debe tener sentido, resultado, productividad. Incluso el descanso se ha transformado en una estrategia para rendir mejor. El ocio ya no es libre: es planificado, medido, compartido. Pero lo que realmente escasea no son las actividades, sino los espacios donde no se exige nada.
La rehabilitación ética del no hacer nada
Frente a esta cultura del rendimiento perpetuo, proponemos una rehabilitación ética del “no hacer nada”. No se trata de promover la pasividad o la indiferencia, sino de reconocer el valor espiritual, mental y corporal de los momentos no estructurados. En ellos se gesta la creatividad, la sensibilidad y el pensamiento propio.
Reaprender a aburrirse es, en realidad, un acto de resistencia. Es decirle no a una sociedad que quiere mantenernos ocupados para no pensar, distraídos para no cuestionar, apurados para no elegir. Como decía Pascal:
“Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse quietos en su habitación.”
— Blaise Pascal.
Recuperar el ritmo humano
La contemplación necesita tiempo. El descanso necesita espacio. La creatividad necesita vacío. Todo esto ha sido colonizado por el culto moderno al movimiento constante. Pero quizá sea momento de rebelarse. De mirar por la ventana sin propósito. De caminar sin destino. De dejar que la mente divague sin culpa.
Porque el aburrimiento, bien entendido, no es una carencia, sino un umbral. Y quienes se atreven a cruzarlo descubren una vida más densa, más libre, más plena. Una vida donde el tiempo ya no es enemigo, sino compañero.
Conclusión
Defender el aburrimiento es defender nuestra humanidad. Es recordar que no nacimos para producir sin cesar, ni para entretenernos hasta el agotamiento. Nacimos también para contemplar, para estar en silencio, para vivir sin prisa. Y quizás el primer paso hacia una vida más consciente no sea hacer algo nuevo, sino —simplemente— dejar de hacer, aunque sea por un momento.
Referencias
- Han, B.-C. (2021). La sociedad del cansancio. Herder.
- Pascal, B. (2010). Pensamientos. Alianza Editorial.
- Kundera, M. (2007). La lentitud. Tusquets Editores.