En una época donde casi cualquier conocimiento parece estar al alcance de un clic, podríamos pensar que nunca fuimos tan sabios. Y sin embargo, la paradoja es inquietante: sabemos más, pero hacemos menos. O mejor dicho, sabemos dónde buscar, pero hemos olvidado cómo hacer.
De la transmisión viva al tutorial desechable
Durante siglos, el saber práctico fue parte de una herencia silenciosa. No se escribía ni se tecleaba: se compartía entre fogones, talleres, huertos y sobremesas. Cocinar sin receta, coser sin patrón, curar con hierbas o reparar con ingenio eran habilidades que no necesitaban buscadores: se alojaban en las manos, en la mirada atenta al gesto del otro, en la repetición amorosa del cotidiano.
Hoy, ese legado ha sido sustituido por un nuevo oráculo: el tutorial. Útil, inmediato, eficiente. Pero también fugaz. Porque lo que se consulta sin procesar, se olvida sin resistencia.
“El conocimiento que no pasa por el cuerpo, no se queda en el alma.”
— DesdeLaSombra.
Una nueva forma de dependencia
Consultar no es aprender. Buscar no es saber. Y saber leer instrucciones no es lo mismo que comprender un oficio.
Esta mutación en la relación con el conocimiento nos ha vuelto increíblemente competentes… hasta que se va la luz, se cae el servidor, o no hay señal. Entonces, una simple comida sin microondas se convierte en desafío, una costura básica en tragedia, una herramienta inservible en desperdicio. Y lo peor: ya no está el abuelo para preguntar, ni la vecina sabia, ni el recuerdo del intento fallido que alguna vez nos enseñó algo.
¿Quién enseña ahora lo que no se graba?
Cuando se rompe la cadena intergeneracional de saberes, no solo perdemos información. Perdemos humanidad compartida. Perdemos tiempo en común, historias, respeto. En la prisa por saber lo último, dejamos de mirar lo primero: el mundo que se hace con las manos, con paciencia, con voz humana que guía.
Las plataformas digitales almacenan millones de soluciones, pero no forjan vínculos. Y esos vínculos eran parte del aprendizaje. Aprender de alguien es también reconocerlo como referente, como parte de una comunidad que nos sostiene.
¿Y si mañana falla todo?
La pregunta no es apocalíptica, sino filosófica. ¿Qué pasaría si no pudiéramos consultar lo que hoy damos por hecho? ¿Sabríamos cuidar una planta, prender un fuego, reconocer una fiebre, arreglar un enchufe, improvisar una receta? No se trata de romantizar la autosuficiencia, sino de no delegar completamente lo básico a un mundo que puede desconectarse.
Hay saberes que no deberían depender del Wi-Fi.
Recuperar lo olvidado
El punto no es rechazar la tecnología. Sería absurdo e ingenuo. El punto es no olvidar que ella debe ser una herramienta, no una prótesis.
Podemos y debemos reaprender lo que nuestros mayores sabían. Invitarles a enseñar, crear talleres comunitarios, cocinar juntos, reparar juntos, tejer vínculos además de ropa. Valorar lo sencillo como forma de resistencia frente al descarte sistemático de lo que ya no se vende o no se monetiza.
Conclusión: saber hacer es también saber vivir
Si el conocimiento útil está solo en la nube, estamos dejando el alma a la intemperie. Si solo confiamos en tutoriales, estamos externalizando nuestra memoria. Y si dejamos que todo lo necesario sea prestado por pantallas, estamos hipotecando nuestra autonomía.
Recuperar los saberes prácticos no es nostalgia: es futuro. Porque habrá un día en que la conexión falle. Y ese día, o sabremos hacer… o nos habrán desconectado de nosotros mismos.
Referencias
- Illich, I. (1973). La sociedad desescolarizada. Editorial Barral.
- Narodowski, M. (2014). Saberes escolares y cultura digital. Ediciones Novedades Educativas.
- Pérez-Gómez, Á. (2015). Educarse en la era digital. Editorial Morata.